jueves, 27 de octubre de 2011

1º premio 2011: ERA MARTES

TÍTULO: ERA MARTES
AUTORA: ANALÍA SIVAK (ARGENTINA)





     Si algún caminante se detuviera a espiarnos por la ventana, creería que somos dos abuelas comiendo, que alguno de nuestros hijos se preocupó por dejarnos la comida lista para que no hiciéramos esfuerzo. El pollo está rico, quizá le falte un poco de cocción. Pero aunque las dos tengamos edad para serlo, ni Adelfa ni yo somos abuelas. Ella no tiene nietos, aunque algún día quizá los tenga. Yo no cuento ni siquiera con esa posibilidad.



     –Comé Adelfa, que se enfría –En realidad, ya estaba frío cuando lo traje, pero no se me ocurre nada más para convencerla.

     –Le falta sal.

     –No podemos comer con sal.

     –¿Y usted quién es? –Me vuelve a preguntar una vez más.

     –Soy Cossette, Adelfa. Me dicen Cosita, vos también me decís Cosita, soy tu vecina.

     –Cosita, Cosita, Cosita –Así repetirá durante toda la cena entre bocado y bocado.

     –Tu hijo me pidió que te cuidara, tenés que alimentarte.

     –Cosita, Cosita.



     Sé que podría dejarle el pollo y marcharme. Pero sería como tirarlo a la basura, si no hay alguien con ella, no come.

    

     –Cosita, Cosita –Corta trozos diminutos y les da varias vueltas en el plato antes de llevárselos a la boca. Así habrá jugado con la comida cuando era una nena, con esa mirada despreocupada, ajena a lo que pasa más allá de este plato en la mesa. Aunque sin tanta piel desplomada bajo sus ojos.



     –¿Quién es usted, señora? ¿Cómo entró a mi casa?

     –Soy Cosita, tu vecina. Comé que se hace tarde.



     Me voy. Cierro la puerta con llave. Por la ventana veo que se levanta de la mesa y trato de olvidarme de ella, al menos hasta mañana.







     Con las papas que sobraron de ayer y un poco de carne, hago un pastel. Antes comía primero en casa y separaba una parte para llevársela más tarde a Adelfa. Con el transcurso de los días, empezamos a comer juntas. No me gusta comer con ella, pero así ahorro tiempo. Es cierto que desde que me jubilé no tengo muchas cosas para hacer, pero desde entonces, poco a poco, también me voy haciendo más lenta.



     Pongo el pastel en una fuente, lo cubro y salgo a la calle. Tres casas a la derecha, está la casa de Adelfa. Al llegar, veo por la ventana que ya está sentada a la mesa, esperando. Tendrá hambre. Sé que durante el día apenas come algunas galletas. Me reconoce cuando entro.



     –¡Cosita! ¡Qué sorpresa verte por acá! ¿Trajiste a Candela?

     –Hola Adelfa. Traje pastel de carne.

     –Esto es un montón. ¿Viene Candela a comer también?

    

     Pienso que tiene razón, es un montón. Me arrepiento de haber hecho tanto, sólo quiero que se termine y poder irme rápido.



     –¿De quién es el pastel?

     –De las dos, Adelfa. Comé.

     –¿Y de quién es esta casa?

     –Tuya.

     –¿Estás segura?

     –Sí, es tu casa.

     –¿Quién es la dueña de la casa?

     –Vos.

     –¿Y quien soy yo?

     –Vos sos Adelfa. Tenés 70 años, como yo. Vivís en Buenos Aires. Siempre viviste en Buenos Aires. Te gusta pintar. Tuviste con tu marido una farmacia que hace unos años se vendió. La farmacia de acá a la vuelta. Sos viuda, como yo. Vivís de tus ahorros, de la pensión y de esta mujer que todos los días te trae algo para comer. Tenés un hijo que es militar. Tu hijo te quiere. Tenés una hermana y un sobrino que viven en España. Dicen que cuando eras más joven viajaste mucho. Que eras linda. Tenés problemas de memoria.

     –Adelfa. Adelfa. Lindo mi nombre. ¿Y no vino Candela?

     –No Adelfa, mi hija murió.

     –Ah, murió. Pobrecita Candela. Qué sorpresa, no sabía que murió. ¿Le gustaba el pastel de carne?



     Los platos están llenos y las dos comemos demasiado lento. Tampoco serviría acelerar la cena, mañana volveré a estar acá sentada, eligiendo el trozo más quemado para Adelfa, o el más frío o el más pequeño si la noto con hambre. No puedo evitar una pizca de odio, al menos una pequeña condena. No puedo evitar tampoco darle algo de comer.



     –No, a Candela no le gustaba el pastel de carne. Decía que mejor era comer la carne entera y las papas fritas. Y se reía al decirlo. Siempre se reía. Pero si cocinaba pastel, ella lo comía. No se quejaba de la comida. Se quejaba del mundo. Quería cambiarlo. O al menos, mejorarlo. Quería estudiar teatro y con el teatro contar historias que sensibilizaran a la gente para mejorar las sociedades. “Mamá, el mundo tiene el drama y la comedia mal repartidos” me decía. “A algunos les sobre drama, a otros les sobra comedia”. Así hablaba mi Candela. Y además, sonreía. No le importaba mucho el pastel de carne.



     Adelfa come y no vuelve a hablar en toda la cena.



     –Gracias Cosita –me dice cuando termina.

    

     No contesta el saludo cuando me voy. Cierro la puerta. Por la ventana la veo todavía sentada a la mesa.

    





     Compro canelones en la rotisería porque hoy estoy demasiado cansada para cocinar. Hace frío y nos hará bien algo de comida caliente. Una vez más, la encuentro a Adelfa en la misma silla de siempre y empiezan sus preguntas. Hoy no se maquilló, como suele hacerlo. Hoy no sabe ni quién soy yo ni quién es ella. Me pregunta por su hijo.



     –Señora, ¿usted conoce a mi hijo?

     –Hola Adelfa, ¿cómo estás?

     –Usted señora, ¿podría llamar a mi hijo?

     –Soy Cosita, Adelfa.

     –¡Cosita! Hola Cosita. Ayer no me podía dormir porque estuve toda la noche tratando de recordar el nombre de mi hijo. ¿Cómo era? Con erre…

     –Jorge Ramón.



     Sirvo tres canelones en su plato y tres en el mío. Jorge Ramón. No le sirvo salsa a Adelfa. Que los coma desabridos.



     –¿Quién es Jorge Ramón?

     –Es tu hijo. Tendrá ya cincuenta años más o menos. La edad que debería cumplir mi hija. Está casado con una chica mucho más joven que él, Marisa. El quería ser farmacéutico también, pero vos lo convenciste para que hiciera una carrera más importante. Con tu marido querían que fuera militar y lo consiguieron. Cuando empezó a venir al barrio con su gorrito del uniforme y esos botones dorados, te sentías la madre más orgullosa. El nunca entendió bien lo que era ser militar, no sabía tampoco por qué lo hacía. Tenía la mirada perdida pero usaba el uniforme bien planchado y caminaba cada vez más erguido. Cuando iba a tu casa le dabas paquetitos con comida y le lavabas la ropa.



     –Jorge Ramón –repite. Y yo no puedo evitar pensar en Adelfa tratándolo como a un niño, lavándole la ropa, consintiéndolo en todo, queriéndolo. Y ahora Adelfa sola.



     –Yo lo quiero a Jorge Ramón.

     –Sí, lo sé. Y él te quiere también.

     –Pero todos mueren de cáncer al final.

     –No Adelfa. Tu hijo no tiene cáncer y está vivo.

     –Entonces tu hija murió de cáncer.

     –No. A mí hija la mataron.

     –Nosotras también nos vamos a morir de cáncer.

     –No Adelfa. A mi hija la mataron. Y nosotras estamos sanas. Viejas pero sanas.



     No sé si al recordarle las historias la ayudo, o si al contrario, quizá ella preferiría seguir sobrevolando su precipicio de pasado sin recuerdos. Tampoco sé si a mí me hace bien hablarle o si, lo mismo, necesito empezar a olvidar para que no se me cierre el estómago de esta manera y poder seguir comiendo los canelones que se enfrían. Pero no puedo evitarlo y repito las historias que ya conocemos.



     –Era lunes. 1980. En esa época Candela ya estaba viviendo no sabemos dónde, escondida. La perseguían porque formaba parte de un grupo de teatro que hacía obras en las villas. Estaba en las listas por querer repartir mejor esa diferencia entre dramas y comedias, como decía. “Mamá, vamos a estar bien”. Siempre hablaba en plural, no sé si porque me incluía a mí o al mundo entero. Llamaba a casa cuando podía, al menos una vez por semana. Su papá se había enojado con ella y creyó que no atendiéndola la iba a hacer cambiar de opinión, que dejara todo, que volviera a casa. Yo tenía mucho miedo, pero sabía que así era Candela y cuando sonaba el teléfono me aferraba con todo el alma a esos minutos de comunicación desesperada.



     Una día vino a visitarnos. Sabía que al entrar en casa se arriesgaba la vida, y que nos ponía a nosotros en peligro. ¡Pero era una nena! Tenía veintiséis años. Su pelo tan largo. Se reía como una nena de veintiséis años. Necesitaba mamá. Y a su papá también, aunque él la retara.



     Era lunes el día en que Candela vino visitarnos. Mi marido todavía no había vuelto del trabajo y yo estaba en el living tomando mate, corrigiendo exámenes de mis alumnos. Oí el ruido de las llaves. Cuando la vi aparecer, por segunda vez sentí en el cuerpo lo que había sentido en el instante en que recién nacida me la apoyaron sobre el pecho. Sólo dos momentos en mi vida el cuerpo me latió de esa manera. Era verla nacer de nuevo. Estaba muy flaca. La abracé lo más fuerte que pude. Temblaba. Temblábamos, como ella hubiera dicho. Hablaba en voz baja, haciendo evidente que ya se había acostumbrado a vivir huyendo.



     Fuimos a su cuarto, porque era el único lugar donde la ventana daba hacia el patio de atrás y no hacia la calle. Me preguntó cómo estaba, y viceversa. Me contó de la obra que estaban haciendo, le pregunté qué estaba comiendo. Me dijo que me quedaba lindo el vestido turquesa que tenía puesto, seguramente porque veía mi cara de susto y quería calmarme. Y se sacó los zapatos. Movió de la cama las muñecas que todavía estaban ahí y se recostó como si volviera a ser la nena de veintiséis años que era. Le hice sus masajes preferidos en los pies. Los tenía secos y se la notaba cansada, yo quería ir a buscar crema para ponerle un poco en los talones pero la crema estaba en el baño y no quería alejarme porque no sabía cuánto más tenía para estar con ella.



     Bruscamente se oyó que reventaban la puerta de entrada. Candela saltó de la cama y no gritó. No sé cómo pudo no gritar. Se oían sirenas desde afuera y una voz que ya estaba adentro de la casa y gritaba “Candela Moreno”. Y la voz se acercaba “Candela Moreno”. Mi hija abrió la ventana y ahora era un animal desesperado que quería huir. Era una animal salvaje encerrado entre las rejas de la ventana y la voz que se acercaba. Se metió con la fuerza que sólo de la desesperación emerge y su cabeza y sus hombros atravesaron las rejas y quería salir al patio y salir de una vez. Pero la cintura se le trababa. La empujé desde los talones, la empujé lastimándola para salvarla. Hicimos fuerza con todos nuestros cuerpos pero las malditas rejas. No pasaba. La voz entró al cuarto. “Candela Moreno”. Y la mano de aquella voz empuñaba un arma. Candela empezó a patalear y sus piernas sabían que de aquello dependía la vida o la muerte. Pataleaba y no podía salir. Una de sus patadas me golpeó en el pecho y caí al suelo. El arma disparó. Fue sólo un disparo y mi hijita murió. Quedó colgada de la ventana. Me levanté para abrazarla, llorarla, acariciarle los talones, mancharme con su sangre. Mi hijita muerta en la ventana, el cuarto con ositos, unas muñecas todavía en la cama.



     La voz, el hombre, las sirenas, el miedo, todo se fue. Tuvimos que llamar a un herrero para que cortara los hierros de la ventana. Sólo así pudimos sacar a Candela.



     –Entonces tu hija no murió de cáncer. Pobrecita. –Me lo dice mirando el techo, con la misma entonación con la que me dice que los canelones están muy ricos y que a ella le gustan así, con mucha ricota.



     Salgo de su casa sintiéndome estúpida. Siento que me suben las lágrimas a los ojos como en la época en que lloraba, aunque hace tiempo dejé de hacerlo. ¿Qué hago hablando con esta vieja que no se altera con la muerte? ¿Qué le cuento a esta vieja que mañana, hoy mismo, estará pensando en otra cosa? De noche las piernas me pesan, pero decido dar una vuelta. Es momento de que yo también piense en otras cosas. Quizás. Pero no puedo, la soledad me recuerda a cada paso la vida de Candela y la vida que los demás no pudimos vivir a partir de su muerte. ¿Será mejor sólo pensar en el plato de canelones, como hace Adelfa? Mirar lejos, hacia otra parte. Cuesta. Hacia donde mire, veo primero las rejas verdes y las patadas de mi hija.



     Entro a casa y voy al cuarto de Candela. Me acuesto en su cama de espaldas a la ventana. Esta noche quiero dormir acá.







     Cuando el sol va cayendo, preparo la fuente con pollo y arroz. Pongo en un taper un poco de ensalada de frutas. Todo se repite.

    

     Adelfa tiene puesto hoy su vestido de flores. Se peinó y volvió a maquillarse. Yo llego con mi vestido negro y el pollo frío. Comemos en silencio. Le duele un brazo y tengo que ayudarla con el cuchillo. Mientras corto su pollo empiezan sus preguntas.



     –¿Hoy viene Jorge Ramón?

     –No.

     –Claro, no viene porque murió de cáncer.

     –Tu hijo está vivo, Adelfa.

     –Si está vivo tiene que venir, porque él me quiere. Qué raro que no venga, ¿no?

     –No puede venir.

     –Claro. Porque está en el hospital porque tiene cáncer.

     –Jorge Ramón está bien sano. Comé que se enfría.

     –¿El pollo es para Jorge Ramón?

     –Jorge Ramón no va a venir Adelfa. Tu hijo está preso.



     Cuando le digo esto empieza a revolver en el plato los pedazos cortados de pollo. Separar los trozos que tienen más grasa es su táctica para olvidarse de Jorge Ramón, de mí, de ella misma.



     –Hace dos años que está preso y está condenado a veinticinco. A veces te llama por teléfono, pero no siempre lo reconocés. Hasta hace poco tiempo parecía que iba a tener una vida normal. Seguía con su carrera militar y su nueva mujer, vivían con vos en la casita de atrás. Pero cuando anularon las leyes de obediencia debida, fue a uno de los primeros a los que vinieron a buscar. El día que lo llevaron detenido todos los vecinos salimos a la calle. Para muchos era un festejo. Yo estaba muda. Todos gritaban. Yo sentía una fuerza que me empujaba contra el suelo y me costaba moverme. Vi como lo sacaron de tu casa esposado. Vi como seguía con su misma cara de desconcierto. Te vi llorando desde la puerta. Y él me vio. Y cuando me vio me gritó como un niño “¡Cosita! ¡Cuidá a mamá! ¡Te lo ruego! Cosita por favor.” Se lo debería haber pedido a su mujer, a cualquier otro vecino, pero muy bien adivinó que los demás se irían alejando con el tiempo. Entonces estoy yo Adelfa, que te traigo la comida todos los días, y la enfermera que viene cada tanto.



     –Entonces Jorgito hoy no viene. Pobrecito.



     –No viene hoy y no creo que pueda volver a visitarte mientras vivas. El primer año eras vos la que lo ibas a visitar. Cada vez que cobrabas tu pensión, llamabas a un remís para que te buscara a las siete de la mañana y te ibas hasta Marcos Paz. Me contaste alguna vez que te hacían pasar por varios controles, que atravesabas varios pasillos de la cárcel para verlo. Volvías tarde, triste, agotada, también contenta. Le llevabas comida, cigarrillos, paquetes con regalos. Ibas siempre a la peluquería antes de ir a la cárcel. Hasta hace unos meses, que dejaste de ir.



     –¿Me acompañarías a verlo?

     –No.

     –El tampoco viene. Pobrecito. Qué mala suerte tuvo.

     –Mala suerte no, Adelfa. Tu hijo mató a gente.

     –Eso dirán. Yo lo conozco bien a mi Jorgito. Es un amor. Decime Cosita, ¿vos crees que hoy vendrá?

     –No. No va a venir por mucho tiempo.

     –Qué mala suerte, ¿no?

     –Mala suerte no, Adelfa. Tu hijo está acusado de haber matado a trece personas.

     –Eso dirán.

     –Eso dicen porque es verdad. Yo también lo digo. Yo lo escuché entrar a mi casa, yo lo vi empuñar su arma, yo estaba ahí cuando le disparó a Candela.



     Adelfa hace una mueca de dolor, que no sé si es verdaderamente suya o si es un acto reflejo de copiar la mía.



     –Era lunes. Candela estaba recostada en su cama entre las muñecas y yo le hacía masajes en los pies. Sin crema. Tenía los pies chiquititos y los dedos bien redondos. Me contaba su vida de adulta y yo seguía pensando que era mi hijita. Entonces ese estruendo en la puerta. Ese salto de fiera de Candela. La voz de tu hijo diciendo “Candela Moreno”.



     Jorge Ramón entró al cuarto empuñando el arma. No tenía puesto el uniforme ese día, no tenía los botones dorados. Tenía el pelo bien corto y parecía recién afeitado. Llevaba una camisa azul que vos seguramente lavarías más tarde. Estaba erguido, la barbilla hacia adelante, los brazos estirados sin temblar. Ni su postura ni su voz asustaban a nadie. Pero sostenía el arma entre sus dedos gordos. Y lo hacía con tanta naturalidad que cualquiera entendía que estaba decidido a matar. Su voz insulsa y autoritaria apenas llegaba a ser un grito. “Candela Moreno”. Era un niño también, no había cumplido los treinta. Como si fuera un cocinero que va a meter el pan en el horno como lo hace todos los días o como si fuera un jardinero que apunta la manguera para regar las plantas, tu hijo apretó el gatillo y mató a Candela.



     Adelfa deja el tenedor, apoya sus manos sobre la mesa y me mira. Es la primera vez que siento que realmente me mira y es la primera vez que me llama por mi verdadero nombre. Me habla un poco más fuerte que otras veces. “Cossette –me dice–, era martes.” Y deja de mirarme. Creo que deja de mirarme para siempre.



     Ahora soy yo la que juego con la comida.



     Sirvo la ensalada de frutas. Manzana. Pera. Elijo los trozos marchitos para Adelfa. No puedo evitarlo. Tampoco podría dejarla sin comer. Banana. Algunas uvas.



     Esta vieja que alimento lavó la sangre de mi hija en la ropa de su hijo y sabía lo que hacía. Más manzana. Pera. Esta mujer que me sonríe con la boca mal maquillada, entregó su memoria para seguir queriéndolo. Banana. Y pera.



     Si algún caminante se detuviera a espiarnos por la ventana vería a estas dos ancianas. Una con vestido de flores y bien arreglada, contenta. Otra con un vestido negro y canas. Creería que están terminando de comer y que luego jugarán a las cartas. Creerá que estamos pensando qué regalarle a nuestros nietos para el próximo cumpleaños.



     –¿Quién es usted, señora?

     Ya no puedo responderle. Me voy. Dejo la fuente y el taper. Necesito horas de olvido. Al menos, hasta mañana.













Por Analía Sivak

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