jueves, 27 de octubre de 2011

1º premio 2011: ERA MARTES

TÍTULO: ERA MARTES
AUTORA: ANALÍA SIVAK (ARGENTINA)





     Si algún caminante se detuviera a espiarnos por la ventana, creería que somos dos abuelas comiendo, que alguno de nuestros hijos se preocupó por dejarnos la comida lista para que no hiciéramos esfuerzo. El pollo está rico, quizá le falte un poco de cocción. Pero aunque las dos tengamos edad para serlo, ni Adelfa ni yo somos abuelas. Ella no tiene nietos, aunque algún día quizá los tenga. Yo no cuento ni siquiera con esa posibilidad.



     –Comé Adelfa, que se enfría –En realidad, ya estaba frío cuando lo traje, pero no se me ocurre nada más para convencerla.

     –Le falta sal.

     –No podemos comer con sal.

     –¿Y usted quién es? –Me vuelve a preguntar una vez más.

     –Soy Cossette, Adelfa. Me dicen Cosita, vos también me decís Cosita, soy tu vecina.

     –Cosita, Cosita, Cosita –Así repetirá durante toda la cena entre bocado y bocado.

     –Tu hijo me pidió que te cuidara, tenés que alimentarte.

     –Cosita, Cosita.



     Sé que podría dejarle el pollo y marcharme. Pero sería como tirarlo a la basura, si no hay alguien con ella, no come.

    

     –Cosita, Cosita –Corta trozos diminutos y les da varias vueltas en el plato antes de llevárselos a la boca. Así habrá jugado con la comida cuando era una nena, con esa mirada despreocupada, ajena a lo que pasa más allá de este plato en la mesa. Aunque sin tanta piel desplomada bajo sus ojos.



     –¿Quién es usted, señora? ¿Cómo entró a mi casa?

     –Soy Cosita, tu vecina. Comé que se hace tarde.



     Me voy. Cierro la puerta con llave. Por la ventana veo que se levanta de la mesa y trato de olvidarme de ella, al menos hasta mañana.







     Con las papas que sobraron de ayer y un poco de carne, hago un pastel. Antes comía primero en casa y separaba una parte para llevársela más tarde a Adelfa. Con el transcurso de los días, empezamos a comer juntas. No me gusta comer con ella, pero así ahorro tiempo. Es cierto que desde que me jubilé no tengo muchas cosas para hacer, pero desde entonces, poco a poco, también me voy haciendo más lenta.



     Pongo el pastel en una fuente, lo cubro y salgo a la calle. Tres casas a la derecha, está la casa de Adelfa. Al llegar, veo por la ventana que ya está sentada a la mesa, esperando. Tendrá hambre. Sé que durante el día apenas come algunas galletas. Me reconoce cuando entro.



     –¡Cosita! ¡Qué sorpresa verte por acá! ¿Trajiste a Candela?

     –Hola Adelfa. Traje pastel de carne.

     –Esto es un montón. ¿Viene Candela a comer también?

    

     Pienso que tiene razón, es un montón. Me arrepiento de haber hecho tanto, sólo quiero que se termine y poder irme rápido.



     –¿De quién es el pastel?

     –De las dos, Adelfa. Comé.

     –¿Y de quién es esta casa?

     –Tuya.

     –¿Estás segura?

     –Sí, es tu casa.

     –¿Quién es la dueña de la casa?

     –Vos.

     –¿Y quien soy yo?

     –Vos sos Adelfa. Tenés 70 años, como yo. Vivís en Buenos Aires. Siempre viviste en Buenos Aires. Te gusta pintar. Tuviste con tu marido una farmacia que hace unos años se vendió. La farmacia de acá a la vuelta. Sos viuda, como yo. Vivís de tus ahorros, de la pensión y de esta mujer que todos los días te trae algo para comer. Tenés un hijo que es militar. Tu hijo te quiere. Tenés una hermana y un sobrino que viven en España. Dicen que cuando eras más joven viajaste mucho. Que eras linda. Tenés problemas de memoria.

     –Adelfa. Adelfa. Lindo mi nombre. ¿Y no vino Candela?

     –No Adelfa, mi hija murió.

     –Ah, murió. Pobrecita Candela. Qué sorpresa, no sabía que murió. ¿Le gustaba el pastel de carne?



     Los platos están llenos y las dos comemos demasiado lento. Tampoco serviría acelerar la cena, mañana volveré a estar acá sentada, eligiendo el trozo más quemado para Adelfa, o el más frío o el más pequeño si la noto con hambre. No puedo evitar una pizca de odio, al menos una pequeña condena. No puedo evitar tampoco darle algo de comer.



     –No, a Candela no le gustaba el pastel de carne. Decía que mejor era comer la carne entera y las papas fritas. Y se reía al decirlo. Siempre se reía. Pero si cocinaba pastel, ella lo comía. No se quejaba de la comida. Se quejaba del mundo. Quería cambiarlo. O al menos, mejorarlo. Quería estudiar teatro y con el teatro contar historias que sensibilizaran a la gente para mejorar las sociedades. “Mamá, el mundo tiene el drama y la comedia mal repartidos” me decía. “A algunos les sobre drama, a otros les sobra comedia”. Así hablaba mi Candela. Y además, sonreía. No le importaba mucho el pastel de carne.



     Adelfa come y no vuelve a hablar en toda la cena.



     –Gracias Cosita –me dice cuando termina.

    

     No contesta el saludo cuando me voy. Cierro la puerta. Por la ventana la veo todavía sentada a la mesa.

    





     Compro canelones en la rotisería porque hoy estoy demasiado cansada para cocinar. Hace frío y nos hará bien algo de comida caliente. Una vez más, la encuentro a Adelfa en la misma silla de siempre y empiezan sus preguntas. Hoy no se maquilló, como suele hacerlo. Hoy no sabe ni quién soy yo ni quién es ella. Me pregunta por su hijo.



     –Señora, ¿usted conoce a mi hijo?

     –Hola Adelfa, ¿cómo estás?

     –Usted señora, ¿podría llamar a mi hijo?

     –Soy Cosita, Adelfa.

     –¡Cosita! Hola Cosita. Ayer no me podía dormir porque estuve toda la noche tratando de recordar el nombre de mi hijo. ¿Cómo era? Con erre…

     –Jorge Ramón.



     Sirvo tres canelones en su plato y tres en el mío. Jorge Ramón. No le sirvo salsa a Adelfa. Que los coma desabridos.



     –¿Quién es Jorge Ramón?

     –Es tu hijo. Tendrá ya cincuenta años más o menos. La edad que debería cumplir mi hija. Está casado con una chica mucho más joven que él, Marisa. El quería ser farmacéutico también, pero vos lo convenciste para que hiciera una carrera más importante. Con tu marido querían que fuera militar y lo consiguieron. Cuando empezó a venir al barrio con su gorrito del uniforme y esos botones dorados, te sentías la madre más orgullosa. El nunca entendió bien lo que era ser militar, no sabía tampoco por qué lo hacía. Tenía la mirada perdida pero usaba el uniforme bien planchado y caminaba cada vez más erguido. Cuando iba a tu casa le dabas paquetitos con comida y le lavabas la ropa.



     –Jorge Ramón –repite. Y yo no puedo evitar pensar en Adelfa tratándolo como a un niño, lavándole la ropa, consintiéndolo en todo, queriéndolo. Y ahora Adelfa sola.



     –Yo lo quiero a Jorge Ramón.

     –Sí, lo sé. Y él te quiere también.

     –Pero todos mueren de cáncer al final.

     –No Adelfa. Tu hijo no tiene cáncer y está vivo.

     –Entonces tu hija murió de cáncer.

     –No. A mí hija la mataron.

     –Nosotras también nos vamos a morir de cáncer.

     –No Adelfa. A mi hija la mataron. Y nosotras estamos sanas. Viejas pero sanas.



     No sé si al recordarle las historias la ayudo, o si al contrario, quizá ella preferiría seguir sobrevolando su precipicio de pasado sin recuerdos. Tampoco sé si a mí me hace bien hablarle o si, lo mismo, necesito empezar a olvidar para que no se me cierre el estómago de esta manera y poder seguir comiendo los canelones que se enfrían. Pero no puedo evitarlo y repito las historias que ya conocemos.



     –Era lunes. 1980. En esa época Candela ya estaba viviendo no sabemos dónde, escondida. La perseguían porque formaba parte de un grupo de teatro que hacía obras en las villas. Estaba en las listas por querer repartir mejor esa diferencia entre dramas y comedias, como decía. “Mamá, vamos a estar bien”. Siempre hablaba en plural, no sé si porque me incluía a mí o al mundo entero. Llamaba a casa cuando podía, al menos una vez por semana. Su papá se había enojado con ella y creyó que no atendiéndola la iba a hacer cambiar de opinión, que dejara todo, que volviera a casa. Yo tenía mucho miedo, pero sabía que así era Candela y cuando sonaba el teléfono me aferraba con todo el alma a esos minutos de comunicación desesperada.



     Una día vino a visitarnos. Sabía que al entrar en casa se arriesgaba la vida, y que nos ponía a nosotros en peligro. ¡Pero era una nena! Tenía veintiséis años. Su pelo tan largo. Se reía como una nena de veintiséis años. Necesitaba mamá. Y a su papá también, aunque él la retara.



     Era lunes el día en que Candela vino visitarnos. Mi marido todavía no había vuelto del trabajo y yo estaba en el living tomando mate, corrigiendo exámenes de mis alumnos. Oí el ruido de las llaves. Cuando la vi aparecer, por segunda vez sentí en el cuerpo lo que había sentido en el instante en que recién nacida me la apoyaron sobre el pecho. Sólo dos momentos en mi vida el cuerpo me latió de esa manera. Era verla nacer de nuevo. Estaba muy flaca. La abracé lo más fuerte que pude. Temblaba. Temblábamos, como ella hubiera dicho. Hablaba en voz baja, haciendo evidente que ya se había acostumbrado a vivir huyendo.



     Fuimos a su cuarto, porque era el único lugar donde la ventana daba hacia el patio de atrás y no hacia la calle. Me preguntó cómo estaba, y viceversa. Me contó de la obra que estaban haciendo, le pregunté qué estaba comiendo. Me dijo que me quedaba lindo el vestido turquesa que tenía puesto, seguramente porque veía mi cara de susto y quería calmarme. Y se sacó los zapatos. Movió de la cama las muñecas que todavía estaban ahí y se recostó como si volviera a ser la nena de veintiséis años que era. Le hice sus masajes preferidos en los pies. Los tenía secos y se la notaba cansada, yo quería ir a buscar crema para ponerle un poco en los talones pero la crema estaba en el baño y no quería alejarme porque no sabía cuánto más tenía para estar con ella.



     Bruscamente se oyó que reventaban la puerta de entrada. Candela saltó de la cama y no gritó. No sé cómo pudo no gritar. Se oían sirenas desde afuera y una voz que ya estaba adentro de la casa y gritaba “Candela Moreno”. Y la voz se acercaba “Candela Moreno”. Mi hija abrió la ventana y ahora era un animal desesperado que quería huir. Era una animal salvaje encerrado entre las rejas de la ventana y la voz que se acercaba. Se metió con la fuerza que sólo de la desesperación emerge y su cabeza y sus hombros atravesaron las rejas y quería salir al patio y salir de una vez. Pero la cintura se le trababa. La empujé desde los talones, la empujé lastimándola para salvarla. Hicimos fuerza con todos nuestros cuerpos pero las malditas rejas. No pasaba. La voz entró al cuarto. “Candela Moreno”. Y la mano de aquella voz empuñaba un arma. Candela empezó a patalear y sus piernas sabían que de aquello dependía la vida o la muerte. Pataleaba y no podía salir. Una de sus patadas me golpeó en el pecho y caí al suelo. El arma disparó. Fue sólo un disparo y mi hijita murió. Quedó colgada de la ventana. Me levanté para abrazarla, llorarla, acariciarle los talones, mancharme con su sangre. Mi hijita muerta en la ventana, el cuarto con ositos, unas muñecas todavía en la cama.



     La voz, el hombre, las sirenas, el miedo, todo se fue. Tuvimos que llamar a un herrero para que cortara los hierros de la ventana. Sólo así pudimos sacar a Candela.



     –Entonces tu hija no murió de cáncer. Pobrecita. –Me lo dice mirando el techo, con la misma entonación con la que me dice que los canelones están muy ricos y que a ella le gustan así, con mucha ricota.



     Salgo de su casa sintiéndome estúpida. Siento que me suben las lágrimas a los ojos como en la época en que lloraba, aunque hace tiempo dejé de hacerlo. ¿Qué hago hablando con esta vieja que no se altera con la muerte? ¿Qué le cuento a esta vieja que mañana, hoy mismo, estará pensando en otra cosa? De noche las piernas me pesan, pero decido dar una vuelta. Es momento de que yo también piense en otras cosas. Quizás. Pero no puedo, la soledad me recuerda a cada paso la vida de Candela y la vida que los demás no pudimos vivir a partir de su muerte. ¿Será mejor sólo pensar en el plato de canelones, como hace Adelfa? Mirar lejos, hacia otra parte. Cuesta. Hacia donde mire, veo primero las rejas verdes y las patadas de mi hija.



     Entro a casa y voy al cuarto de Candela. Me acuesto en su cama de espaldas a la ventana. Esta noche quiero dormir acá.







     Cuando el sol va cayendo, preparo la fuente con pollo y arroz. Pongo en un taper un poco de ensalada de frutas. Todo se repite.

    

     Adelfa tiene puesto hoy su vestido de flores. Se peinó y volvió a maquillarse. Yo llego con mi vestido negro y el pollo frío. Comemos en silencio. Le duele un brazo y tengo que ayudarla con el cuchillo. Mientras corto su pollo empiezan sus preguntas.



     –¿Hoy viene Jorge Ramón?

     –No.

     –Claro, no viene porque murió de cáncer.

     –Tu hijo está vivo, Adelfa.

     –Si está vivo tiene que venir, porque él me quiere. Qué raro que no venga, ¿no?

     –No puede venir.

     –Claro. Porque está en el hospital porque tiene cáncer.

     –Jorge Ramón está bien sano. Comé que se enfría.

     –¿El pollo es para Jorge Ramón?

     –Jorge Ramón no va a venir Adelfa. Tu hijo está preso.



     Cuando le digo esto empieza a revolver en el plato los pedazos cortados de pollo. Separar los trozos que tienen más grasa es su táctica para olvidarse de Jorge Ramón, de mí, de ella misma.



     –Hace dos años que está preso y está condenado a veinticinco. A veces te llama por teléfono, pero no siempre lo reconocés. Hasta hace poco tiempo parecía que iba a tener una vida normal. Seguía con su carrera militar y su nueva mujer, vivían con vos en la casita de atrás. Pero cuando anularon las leyes de obediencia debida, fue a uno de los primeros a los que vinieron a buscar. El día que lo llevaron detenido todos los vecinos salimos a la calle. Para muchos era un festejo. Yo estaba muda. Todos gritaban. Yo sentía una fuerza que me empujaba contra el suelo y me costaba moverme. Vi como lo sacaron de tu casa esposado. Vi como seguía con su misma cara de desconcierto. Te vi llorando desde la puerta. Y él me vio. Y cuando me vio me gritó como un niño “¡Cosita! ¡Cuidá a mamá! ¡Te lo ruego! Cosita por favor.” Se lo debería haber pedido a su mujer, a cualquier otro vecino, pero muy bien adivinó que los demás se irían alejando con el tiempo. Entonces estoy yo Adelfa, que te traigo la comida todos los días, y la enfermera que viene cada tanto.



     –Entonces Jorgito hoy no viene. Pobrecito.



     –No viene hoy y no creo que pueda volver a visitarte mientras vivas. El primer año eras vos la que lo ibas a visitar. Cada vez que cobrabas tu pensión, llamabas a un remís para que te buscara a las siete de la mañana y te ibas hasta Marcos Paz. Me contaste alguna vez que te hacían pasar por varios controles, que atravesabas varios pasillos de la cárcel para verlo. Volvías tarde, triste, agotada, también contenta. Le llevabas comida, cigarrillos, paquetes con regalos. Ibas siempre a la peluquería antes de ir a la cárcel. Hasta hace unos meses, que dejaste de ir.



     –¿Me acompañarías a verlo?

     –No.

     –El tampoco viene. Pobrecito. Qué mala suerte tuvo.

     –Mala suerte no, Adelfa. Tu hijo mató a gente.

     –Eso dirán. Yo lo conozco bien a mi Jorgito. Es un amor. Decime Cosita, ¿vos crees que hoy vendrá?

     –No. No va a venir por mucho tiempo.

     –Qué mala suerte, ¿no?

     –Mala suerte no, Adelfa. Tu hijo está acusado de haber matado a trece personas.

     –Eso dirán.

     –Eso dicen porque es verdad. Yo también lo digo. Yo lo escuché entrar a mi casa, yo lo vi empuñar su arma, yo estaba ahí cuando le disparó a Candela.



     Adelfa hace una mueca de dolor, que no sé si es verdaderamente suya o si es un acto reflejo de copiar la mía.



     –Era lunes. Candela estaba recostada en su cama entre las muñecas y yo le hacía masajes en los pies. Sin crema. Tenía los pies chiquititos y los dedos bien redondos. Me contaba su vida de adulta y yo seguía pensando que era mi hijita. Entonces ese estruendo en la puerta. Ese salto de fiera de Candela. La voz de tu hijo diciendo “Candela Moreno”.



     Jorge Ramón entró al cuarto empuñando el arma. No tenía puesto el uniforme ese día, no tenía los botones dorados. Tenía el pelo bien corto y parecía recién afeitado. Llevaba una camisa azul que vos seguramente lavarías más tarde. Estaba erguido, la barbilla hacia adelante, los brazos estirados sin temblar. Ni su postura ni su voz asustaban a nadie. Pero sostenía el arma entre sus dedos gordos. Y lo hacía con tanta naturalidad que cualquiera entendía que estaba decidido a matar. Su voz insulsa y autoritaria apenas llegaba a ser un grito. “Candela Moreno”. Era un niño también, no había cumplido los treinta. Como si fuera un cocinero que va a meter el pan en el horno como lo hace todos los días o como si fuera un jardinero que apunta la manguera para regar las plantas, tu hijo apretó el gatillo y mató a Candela.



     Adelfa deja el tenedor, apoya sus manos sobre la mesa y me mira. Es la primera vez que siento que realmente me mira y es la primera vez que me llama por mi verdadero nombre. Me habla un poco más fuerte que otras veces. “Cossette –me dice–, era martes.” Y deja de mirarme. Creo que deja de mirarme para siempre.



     Ahora soy yo la que juego con la comida.



     Sirvo la ensalada de frutas. Manzana. Pera. Elijo los trozos marchitos para Adelfa. No puedo evitarlo. Tampoco podría dejarla sin comer. Banana. Algunas uvas.



     Esta vieja que alimento lavó la sangre de mi hija en la ropa de su hijo y sabía lo que hacía. Más manzana. Pera. Esta mujer que me sonríe con la boca mal maquillada, entregó su memoria para seguir queriéndolo. Banana. Y pera.



     Si algún caminante se detuviera a espiarnos por la ventana vería a estas dos ancianas. Una con vestido de flores y bien arreglada, contenta. Otra con un vestido negro y canas. Creería que están terminando de comer y que luego jugarán a las cartas. Creerá que estamos pensando qué regalarle a nuestros nietos para el próximo cumpleaños.



     –¿Quién es usted, señora?

     Ya no puedo responderle. Me voy. Dejo la fuente y el taper. Necesito horas de olvido. Al menos, hasta mañana.













Por Analía Sivak

2º premio 2.011: PARÍA DESCUBIERTO

TÍTULO: PARÍS DESCUBIERTO

AUTOR: ENRIQUE PARRA VEINAT (ALZIRA-VALENCIA)





Fernand no sabía que en su interior habitaba lo que había que tener para ser un asesino. Desconocía que se iba a convertir en alguien parecido a un monstruo. Alguien a quien los demás ya no aceptarían como a uno de ellos. A quien los demás ya no querrían ni ver. Como tampoco sabía que iba a ser ejecutado por ello. En la guillotina. Es más, ni siquiera se imaginaba que aún hubiese guillotinas en pleno siglo XX. Él no se creía capaz de matar a alguien, pero ni siquiera los que cometen un asesinato premeditado piensan en su final, porque no les da por imaginar que los coge la policía, son llevados ante el juez y se les aplica la pena. Fernand jamás se había parado a pensar que una persona como él pudiera matar. Fernand (él decía que su madre le gastaba el nombre, y también Marie, su novia) era demasiado joven para pensar en la muerte. Pensó que se marcharía de su pueblo y volvería un mes después para comenzar los preparativos de su boda. Alguien así no piensa en el final. Es más, Fernand ni siquiera se creía capaz de no volver. Era un hombre joven que aún no había llegado a los veinte. Había partido de Val-de-Marne con dirección a París, con el encargo de llevar a imprenta el libro de la vida de Saint Honoré que el párroco de su pueblo, Monsieur Válery, había escrito. Fernand era ateo, pero se callaba lo que pensaba sobre ciertos temas de fe para no atestar otro golpe a la complicada vida de su madre. Había aceptado aquel medio trabajo medio favor por un pensamiento que tenía que ver con la evasión. Necesitaba un descanso. Dejar de ser el hombre de la casa. No iba a marcharse para siempre, se decía a sí mismo. Lo mismo repetía a los de su alrededor. Simplemente se iba a dar una oportunidad (esto no lo decía más allá de sus cuatro paredes de piel). La gente que conocía no había viajado mucho. París estaba relativamente cerca, pero vivir una temporada en la capital se parecía a que inviten a uno a cenar a una de esas casas sobre las que pesa una leyenda de terror y salir de ella para contar todo lo que ha visto dentro. Posiblemente era una de las pocas oportunidades en su vida que iba a tener de pasar una temporada viendo otras caras, escuchando unas voces distintas que ya no le parecerían, por la monotonía, tañidos de campana. A los pocos meses tenía previsto casarse con Marie, su novia desde los diecisiete años. Fue en 1971, y ese invierno hubo días especialmente duros. Mañanas en las que los pájaros se quedaban congelados en pleno vuelo, transformándose en objetos rígidos, como si fueran un ejército de aviones de juguete a los que ningún niño se atreve a salir al encuentro. A Fernand no le gustaban los santos, pero ya que el párroco se servía casi siempre de su posición para obtener ciertas ventajas, no le importó aprovecharse de él para conseguir lo que quería.



Fernand besó a Marie repetidamente la tarde anterior a su partida. Parecía que los dos estuvieran participando en un concurso del que saldría ganador quien más saliva proyectara en el otro. Ella se dejaba hacer. Ella era así. Le gustaba la vida en la granja. Le gustaba Fernand y su insistencia para convencerla de que hicieran el amor. Pero ella sentía un orgullo enorme cada vez que le decía aquello de “No hasta que nos casemos”. Marie sabía que Fernand se masturbaba todas las noches pensando en ese día. Fernand era paciente y Marie era esa clase de mujeres por las que vale la pena esperar a que llegue ese día.



Monsieur Valéry le había encargado a Fernand que llevase el original de su libro a París. A la imprenta de un amigo suyo. Podría ayudarle y trabajar allí, durante un mes. Así lo había acordado con el señor Fignon. Para Fernand era la ocasión de conocer París. Aunque de lo que hablaban era que aprendería un oficio, lo básico y, después, con sus conocimientos, quién sabe, montaría  un negocio parecido. Eso sí, posiblemente nadie de su entorno esperase o creyese que hacía falta abrir una imprenta en el pueblo. Fernand —y esos otros que también se encargaban de imaginar o de encauzar el futuro de Fernand— pensaba en el dinero que iba a ganar. En lo contenta que se había puesto su madre cuando el sacerdote fue a su casa a ofrecerle el trabajo a su hijo, precisamente por eso, porque había pensado en su hijo y porque suponía una oportunidad. Ése era el pensamiento que más a flor tenían todos excepto Fernand. Él escondía como en una caja secreta lo de conocer París. La ciudad a la que a punto había estado de ir unos años atrás a estudiar. Cuando aún no era novio de Marie y no había nada que lo pudiera alejar de su carrera en París a menos que se presentara la muerte. Y lo hizo. Murió su padre y tuvo que ocupar su puesto en la granja. Que es lo mismo que decir: tienes que mantener la familia, a tu madre, a tu hermana. En esa época era muy difícil que una mujer sola pudiese hacerlo. Eran otros tiempos. París. Viajaría pensando en lo que le aguardaba en la ciudad, ilusionándose, como si fuese un artista a quien esperan en el mejor de los teatros. Ese era el pensamiento que Fernand tenía y que no contaba a nadie. Porque él creía que pensar en Marie era lo correcto. Un mes pasaba pronto.



Pisó la ciudad un día a principios de febrero. Lo primero que hizo fue llamar a Marie. Contarle que estaba bien, que el viaje en autobús se lo había pasado durmiendo. Que ya la echaba de menos. Al menos eso era lo que él pensaba, que las dos o tres ocasiones en que había llegado a su cabeza el nombre de Marie se debía al tiempo que no había estado con ella. Si hubiera sido otra cosa no se habría dado cuenta. Notaba la presencia de la palabra Marie y ahí terminaba todo. No se planteaba nada más. Iban a casarse.



La primera tarde lejos de su pueblo, vio a Esther. A la salida de la imprenta del amigo de Monsieur Valéry. Se trataba de una joven con el pelo corto, cortísimo, por encima de la nuca. No se parecía en nada a las mujeres con las que se cruzaba a diario en Val-de-Marne. Era alta, delgada, con los pechos que apenas se le marcaban debajo de la ropa. Llevaba pantalones de pitillo oscuros y un abrigo negro que, por detrás, la hacía parecer un hombre. Un amigo le había dicho que en la capital había mujeres que parecían machos. Esther hubiera podido parecer un hombre desde cualquier perspectiva. Pero para Fernand, aquella chica tan guapa no podía ser de ese tipo de mujeres. Le pareció bellísima, como sólo los ojos del deseo de un hombre pueden volver hermosa a una mujer. Portaba una carpeta bajo el brazo, una de esas carpetas para guardar trabajos de arte. Y hacía viento. Y el viento, vuelto un demiurgo silencioso, quiso unirlos. Se abrió la carpeta ligeramente. Comenzaron a salir hojas con la prisa de los pájaros al ser liberados de una jaula. Las hojas rodaron por el suelo, tropezaron con los troncos de los árboles, chocaron contra los coches aparcados. Y ahí estaban, Fernand y Esther, corriendo tras ellas, esquivando los coches, cada uno a la suya, sin saber que había otra persona que hacía lo mismo a escasos metros. Sólo al final se dieron cuenta. Cuando tenían en las manos esas alas de ángel aún por recortar. Fernand buscó a su dueña. Esther oteó la calle para ver si había algún papel más y lo vio a él, a Fernand, que se le acercaba con varios de ellos. Los llevaba como si estuviera transportando un pájaro herido entre las manos. Y se las restituyó con la misma sonrisa que tendría alguien que, efectivamente, había salvado la vida de una criatura en presencia de un defensor de los animales. Ella simplemente le sonrió y le dio las gracias. No era mucho. Casi nada. Pero gestos como estos son, a veces, la cabeza asomando en un parto. Otra historia más de amor naciendo.



Al día siguiente Fernand estuvo diez horas en la imprenta. El tiempo se le pasó volando porque tenía la seguridad de que al finalizar la jornada saldría a la calle y volvería a encontrarse con la chica. Y esas diez horas fueron seiscientos minutos alimentando esa idea. Uno detrás de otro. Como si aquella calle en pleno Marais tuviera algo que ver con las de su pueblo en Val-de-Marne. Como si los personajes que la habitaran tuvieran el poder de repetirse a diario, de hacer exactamente lo mismo que habían hecho el día anterior, y fueran, indefectiblemente, a saludarse llevados por la simple norma cívica entre dos vecinos que se conocen. Salió a la calle, pero se encontró a otras mujeres, otros cuerpos y otros rostros que, la mayoría, no se parecían en nada a Esther, que no le gustaban ni la mitad que el de ella. Quizá antes de conocerla no habría sido así. Pero ahora no había vuelta atrás. Ya la había visto. Y tenido tan cerca que era como si se le hubiese metido algo en el ojo. Cuando eso ocurre es imposible actuar como si nada. De modo que hasta la media noche estuvo merodeando cerca de donde ocurrió lo de las hojas. Primero de pie, subiendo y bajando la acera cada vez que la calle se quedaba libre de coches y con la vista alcanzaba de punta a punta. Después, sin más luz que la de las farolas, se sentó en un portal, con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos. Escuchaba el silencio de una calle poco transitada en invierno. Escuchaba por si volvía a reconocer sus pasos. Para su desesperación sólo recogía ruidos que llegaban rebotando de otras calles; voces que surgían, amortiguadas, de los estómagos de las fincas; sirenas que parecían que se acercaban y que, en el último momento, tomaban otra dirección y se alejaban, para perderse, engullidas quizás por la boca negra y fáunica que había al otro lado de los edificios.



Antes de volver a la habitación en la que se hospedaba buscó una cabina para llamar a Marie. Habían acordado que se llamarían a diario. Aunque sólo fuera para decirse una frase. Para dos personas que se aman un “Buenas noches”, un “Te quiero”, puede ser suficiente. Caminaba despacio. Como si le hubieran crecido cuatro extremidades más y no supiera muy bien qué hacer con ellas. Cuando encontró un teléfono público eran más de las once de la noche. Ya era tarde para llamar a Marie. Aun así marcó su número. Al otro lado, recién salida del sueño, escuchó la voz de la madre de Marie. No dijo nada. La mujer preguntó otra vez quién era. Fue inútil. La llamada. La insistencia de la madre de Marie. Al fin y al cabo ella no era Marie y no iba a decirle ninguna de las dos frases que a Marie tanto le habría gustado escuchar. Colgó. Y permaneció un rato más en la cabina. No sabía muy bien por qué. Sintiéndose encoger bajo la pequeña luz del habitáculo. Pensando en Marie. Pensando en Esther. Viendo que los minutos avanzaban en su reloj, pero como si estuviera pendiente del avance que se producía en todos los relojes del mundo. Varias personas pasaron por su lado en silencio, mirándole de soslayo. Fernand se quedó un rato más. Hasta que sintió que el frío que notaba era casi igual al de afuera. Se imaginó que era una araña encerrada en un frasco de cristal. Sólo entonces salió y se fue a dormir.



Al día siguiente aprovechó la hora de la comida para hablar con Marie. Sabía que no se iba a conformar con una frase. Que tendría que buscar una excusa que explicara el olvido de llamarla por teléfono. Por supuesto, tampoco diría nada de la llamada que había hecho a medianoche. Hacía dos días que no se masturbaba pensando en ella. No se lo iba a decir tampoco. Le contó un adelanto del futuro que esperaba vivir en París. Todo bien, aprendiendo mucho. Le gustaba ese oficio. Mandó recuerdos para todos. Ella se encargaría de llevárselos a su madre y su hermana. Cuando colgó, después de estar enviándose besos los últimos cinco minutos, se sintió aliviado y dio las gracias de que se le hubiesen terminado la calderilla.



Un día después volvió a ver a Esther. Su condición de ateo le hizo pensar que por casualidades como esa la gente sigue su amistad con Dios. Pero enseguida cayó en la cuenta de que, teniendo novia como tenía, Dios no iba a permitir este tipo de encuentros. La realidad era que Esther pasaba otra vez por aquella calle porque dos días a la semana iba a una academia de dibujo.

            Fernand le salió al paso y se presentó. Le dijo a la chica algo que ella ya sabía. Se acordaba de que él había sido la persona que le había ayudado a recuperar los papeles que el viento hizo volar. Esther sintió curiosidad por aquel muchacho a pesar de la pinta que tenía. Ella dedujo que no era de París. Por su acento y por la chaqueta de lana tan anticuada y basta con la que se abrigaba. Por el peinado. Sin embargo, le resultó atractivo. De un atractivo que decanta balanzas. Así que le perdonó la torpeza con la que Fernand soltó una parrafada con la que quería que aceptara ir con él a tomar un café. Le dijo que sí, pero él, siguió con su discurso, sin enterarse, hasta que Esther buscó un paquete de cigarros en el bolso y no lo encontró. Le dijo a Fernand que la acompañara a una cafetería en la que vendían tabaco.



Fernand se inventó una vida. Al sentarse en aquella cafetería donde los camareros servían las consumiciones de un modo impersonal, donde nadie se conocía y cada cual hubiera podido adoptar el papel de quien quisiese, Fernand estaba convencido de que con Esther tenía que inventarse un personaje que aún viviendo en un pueblo no trabajara en una granja. Mientras la chica iba al baño, pensó que podría rescatar su antiguo sueño de ser veterinario y decirle que estaba estudiando la carrera, pero era arriesgarse demasiado, pues nunca había pisado una facultad. Se acordó del libro de Monsieur Valery y se basó en una frase que había leído: a un artista le gusta estar entre artistas. No iba a ser pintor. Así que se dibujó escritor. Fernand había escrito una novela que había traído a París para intentar que la publicaran. Se hospedaba cerca del boulevard Saint Germain, en una habitación propiedad de un tío suyo, dueño de una imprenta. Permanecería en la ciudad tres o cuatro semanas. Si pasado ese tiempo no conseguía su propósito, se volvería a casa, a escribir otra novela con la que intentarlo de nuevo. A Esther esa historia le fascinó y la hizo reír. Aquel muchacho no se parecía en nada a otros chicos que había conocido y con quienes les unía el sueño de escribir y ganarse la vida con sus novelas. Pero entrevió que desprendía esa misma inocencia, esa misma gravedad a la hora de contar públicamente el sueño que anhelaba. Esther pensó que un mes era poco tiempo para conseguirlo, pero le gustó que aquel muchacho reconociera sus limitaciones y que ya tuviera un segundo plan previsto. ¿Ya sabes de qué vas a hablar en tu segunda novela? No, contestó, pero supongo que durante mi estancia aquí tendré material suficiente para comenzarla.

            Tomaron dos cafés y estuvieron charlando hasta que Esther miró su reloj y pensó en lo que les tendría que decir a sus padres cuando la viesen entrar en casa. Se despidieron con un beso tímido en la mejilla, apenas dado, un ensayo de beso, el esbozo de un dibujo de un beso, o el borrador de una frase relatando un beso. Un beso que ambos habían previsto en la boca, igual de tímido. No hace falta que me acompañes. Te invito yo. Está bien, la próxima me toca a mí. Quedaron para el sábado, a las once, en la misma cafetería.



Fernand acudió a la cita del sábado con una lección aprendida: que no se notara que aún no lo había hecho. Esther llegó diez minutos tarde a propósito, para que Fernand se topase con sus piernas. Vestía minifalda, unos pantys que dejaban ver la estudiada desnudez de sus muslos, en los que se distinguían un par de pequeños lunares que parecían ser el trabajo de orfebrería de algún dios ocupado en hacer atractivas a las mujeres. Esas piernas rompieron la tela de araña tan endeble que había formado el humo entre las mesas. Esther le dejó un beso en los labios. De forma rápida. Pero con la alteración que produce una descarga eléctrica o soñar que un tranvía te va a atropellar y en el último segundo caes en la cuenta de que es imposible porque realmente estás soñando. Se sentó frente a él y cruzó las piernas. Le preguntó si llevaba esperando mucho tiempo. Le hizo un gesto al camarero para pedirle un café. Todo eso sin dejar de sonreír. Fernand había cerrado el libro que estaba leyendo. La traducción de un escritor sudamericano que estaba de moda y que él nunca había, ni siquiera, escuchado. Ya se lo había leído entero, pero aparentaba estar a la mitad. ¿Qué tal va tu búsqueda de editor? Más o menos como tú en la academia de dibujo, supongo que tendré que volver y volver y volver. Me has de dejar que lea la novela. ¿De verdad te gustaría? Claro, me encantaría, siempre me ha gustado leer. Ya, pero sólo la leerías por eso, porque te gusta la lectura. No, claro que no, si la leo es porque es tu novela. Fernand sonrió como si a mitad del gesto se acordara de que una sonrisa debe ir acompañada de un toque de nostalgia. Ahí se detuvo a mirar sostenidamente los ojos a Esther. Eran azules. El mismo color del océano al que sólo los valientes se atreven a lanzarse. En ese instante fue el miedo a perderla lo que le empujó a hacer algo así. Se lanzó. Me acompañas a mi habitación, tengo allí la novela. El camarero llegó con el café. Esther cogió la taza y con ella entre los dedos, asintió: Nos terminamos esto y nos vamos. Fernand se preguntó si en cada sorbo se producía un ligero temblor o era fruto de su imaginación. Quizá el temblor lo produjera él, y se prolongara hasta la mesa, hasta la silla que tenía cerca. Hasta el cuerpo de Esther y alcanzase sus labios y la taza. 

            Tuvo que ser en la habitación donde despejó las dudas.

            Se preguntó si el temblor que sintió en su cuerpo inmediatamente después de separar sus cuerpos fue real. No podía equivocarse. Lo era. Temblaba él. Y temblaba ella después de haberlo hecho. Ambos callaban y así sentían más esos temblores. Que eran ligeros —como el de un terremoto narrado por televisión. Cuando Fernand cerró los ojos, recreó la imagen de su semen alrededor del ombligo de ella. Los latigazos del placer que había sentido confundidos con el color de la piel de Esther. Esas otras veces que había ocurrido una escena así en su cabeza había sido la figura de Marie la receptora. Tembló, claro que tembló al darse cuenta de que la imagen que iba a acompañarle para siempre sería con Esther y no con Marie. Comprendió que, cuando meses después volviera a hacer el amor —ya con Marie convertida en su esposa—, Esther se repetiría, aparecería en cada ocasión. No como el temblor de un terremoto que se cuenta, ni como la réplica que siempre llega pasadas unas horas, sino con la presencia y la fuerza de las narraciones orales de quienes han sobrevivido al seísmo.



El Fernand que antaño le contaba lo que era capaz de hacer pesando en ella la llamaba todos los días a las cinco de la tarde, después de terminar su jornada en la imprenta, para contarle cada día lo mismo. Sólo así no sospecharía, se dijo. Algunas veces, Marie le daba un recado de su madre. Algunas veces, Marie le decía que Monsieur Valéry quería hablar con él. Y el llamaba al cura y lo ponía al día en cuanto a la impresión de su libro y se inventaba que aquel oficio de artes gráficas le estaba gustando y que, quizá, quién sabe, a lo mejor. Pero lo que nunca le contaba era que se había masturbado pensando en ella. Así que Marie, no es que se lo reprochara, pero le dijo que ya escuchaba frases como las de antes. Fernand se excusó con que por teléfono no estaba acostumbrado, cuando se vieran todo sería normal, no se acostumbraba a la distancia. En diez días volverían a verse. Semana y media pasaba rápida. Pero Marie era una mujer enamorada. Y no sólo eso. Marie era una mujer. Para ella no iba a ser buena idea que París sólo contase en la balanza de Fernand y, aunque sus padres no lo aprobarían a la primera, los intentaría convencer para que la dejaran ir a pasar un par de días en París. Sólo dos. Pero antes de que Fernand regresase. Estad tranquilos, no voy a arruinar mi vida ahora que estoy tan cerca de conseguir la felicidad, les dijo.



Mientras, a Esther no le importó volver a la habitación de Fernand a no leer la novela. Allí hablaban de los libros que se había comprado —Fernand siguió comprándose libros de escritores que no conocía o que de haber escuchado su nombre no recordaba dónde. Y después se acostaban, inventándose frases que quizá pudieran tener cabida en alguno de esos libros. Por momentos se creyó que era otro, que había conseguido tener una identidad distinta de la suya. Llegó, incluso, a hablar de libros con Marie. A ella le contaba una versión modificada, en la que los libros eran prestados por el señor Fignon y él, lejos de ella, aburrido como estaba, había llenado las horas muertas con la lectura. Era una manera de otorgarles la cantidad exacta de desdén, hacer de ellos un instrumento que no los alejaría, pues a Marie no le gustaba leer, pero como casi siempre ocurre, a los que no les gusta leer piensan que la lectura es buena. Y así era como Fernand, a ojos de Marie, estaba aprovechando el tiempo.



Cuando Marie le dijo a su novio que al día siguiente iría a buscarlo a la dirección que Monsieur Valéry le había dado, Fernand quiso colgar el teléfono. Inventarse que el auricular se había estropeado. Ofrecer una buena excusa para que Marie no apareciera por París. De este modo le cayó el mundo encima a Fernand. Y un mundo, con lo grande que es, no se puede sostener en brazos así como así, se dijo Fernand. No colgó. No se atrevió a hacerlo. Pensó en Esther. En Marie. Ambos nombres empezaron a bailarle en la cabeza. Y no le quedó más remedio que decir: Entonces, mañana a las seis nos vemos. Es decir, a la misma hora en la que se veía con Esther en la esquina de la imprenta —la hora en la que ya estaba acostumbrado a pensar en el cuerpo de Esther. Un día antes del encuentro con su novia no sabía cómo se las iba a arreglar. Simplemente pensaba que la suerte estaría de su lado. Que Marie llegaría a la cita con tiempo, pues le había dicho que llegaba en el autobús del mediodía. Conocía a Marie, y seguro que se adelantaba. Iría a esperarlo directamente desde la estación de autobuses. De modo que podría pedirle al amigo de Monsieur Valéry que le permitiera salir media hora antes para encontrarse con su novia.



En las horas previas al asesinato, Fernand pensó que todo saldría bien. No se imaginaba convertido en un perdedor, a pesar de que sabía que era fácil llegar hasta ahí. El señor Fignon entendió que le pidiera adelantar media hora el fin de su jornada para ir a recibir a su novia. Para el amigo de Monsieur Valéry, Fernand había cumplido con creces lo que de él se esperaba.

            Tal y como había previsto, Marie ya le aguardaba a la puerta de la imprenta. Él hubiese podido cerrar los ojos e imaginarse que estaban en el pueblo, pues le pareció la Marie de siempre. Se acercó a ella y se dieron uno de esos besos que se daban cuando el aire olía a árboles frutales o tierra húmeda. Lo malo es que sólo fue uno, cuando Marie pensaba que iban a ser más. Uno por cada día sin verse habría estado bien. Así que le supo a muy poco a Marie. Ella reclamó la parte que se le debía, pero Fernand no quiso darse por aludido. Vámonos, le dijo, estoy cansado. ¿No te alegras de verme?, le recriminó la recién llegada. Claro, pero no me apetece estar aquí. Marie recién había pisado París y estaba con su novio. No le hacía falta nada más. Enséñame la imprenta, le pidió, me gustaría ver el sitio en el que has trabajado, nunca he visto una imprenta; debe ser como una pequeña fábrica o algo así, ¿no? Fernand no podía pensar. Aunque sabía que era lo último que tenía que hacer. Marie no lo conocía así. Entre ellos nunca había habido nada que esconder. Tuvo que acceder. Está bien, te presentaré al señor Fignon. El señor Fignon era un hombre bueno, acostumbrado a mirar a las mujeres bonitas que pasean por su ciudad. Marie también le pareció hermosa, y se lo dijo, Tienes una novia muy guapa, Fernand, espero que no la dejes escapar. A Fernand esas palabras de su jefe le pusieron en alerta. Se imaginó que el propietario de la imprenta estaba al tanto de su aventura con Esther. Seguramente los habría visto alguna tarde, cerca del taller. Tenemos que irnos, señor Fignon. El hombre sonrió y extendió de nuevo la mano hacia Marie. Es un buen muchacho, así que cuídelo, dijo el señor Fignon, ah, pero no olvide que es un hombre y los hombres necesitamos siempre una mujer que haga de madre a nuestro lado. A pesar de que los dientes del señor Fignon estaban sanos y limpios, a Fernand le pareció que sonreía de una forma siniestra. Son muy raras las personas de París, le dirá Marie al salir de la imprenta. Fernand se encogerá de hombros y, cogiéndola del brazo, la dirigirá hacia la dirección por la que no aparecería Esther.

            Por un minuto no se cruzaron. Un minuto antes y Esther habría visto a Fernand con aquella chica que tenía pinta de ser prima suya, aunque si hubiese visto que la chica le cogía de la mano y le besaba en la mejilla, cada trecho, mientras caminaban, habría cambiado de opinión. Pero como el encuentro no se produjo Esther se preocupó al no ver a Fernand. Estuvo casi una hora esperando a que apareciese, cargada con la carpeta de la academia de dibujo. Se quedó en la acera hasta que el señor Fignon se despidió de sus trabajadores y bajó la persiana del taller y encendió un pitillo, el que siempre se fumaba de camino a casa. Se quedó hasta que los gatos salieron de debajo de los coches y comenzaron a tomar posiciones. Finalmente decidió ir a la habitación de Fernand. Quizá estuviera enfermo.



Marie quería ir a dar una vuelta por París. Se lo dijo a Fernand nada más entrar en su habitación. No le gustó ver el estado en el que se encontraba: la cama deshecha, papeles por el suelo, botellas de vino vacías. No se había imaginado que Fernand fuera tan desastre. Pero no le dijo nada, aún no era su mujer, aunque algún comentario le haría en un futuro, claro. Y como no se sentía a gusto en aquel cuarto, le dijo de ir a ver la ciudad. París de noche sería como… París de noche. La frase que tantas veces había escuchado. Fernand no tenía claro qué hacer. Los sitios que conocía eran los mismos que había visitado con Esther y temió encontrársela. Aunque también barajó lo contrario: que si se quedaban podía aparecer Esther. Faltaban dos días para su partida y ella lo sabía, de modo que, quizá, la curiosidad la arrastrase hasta su habitación y llamase a la puerta, una vez tímidamente, la segunda con más energía y al final, la aporreara y gritase, Sé que estás ahí, Fernand, ¿por qué no me abres?

            ¿Por qué no abres la puerta, Fernand?

            Era Marie quien se lo decía. Marie, quien se había quedado muda al escuchar que alguien llamaba y que detrás apareció una voz femenina que sabía el nombre de su novio. Marie había visto que Fernand no reaccionaba, como si fuese uno de esas figuras de cera del museo que le habían dicho que París tenía. Para cuando Fernand se dio cuenta de lo que estaba pasando, Marie había abierto la puerta de la habitación. Y Esther y ella se vieron las caras. Un hombre con voz de mujer, pensó Marie en un primer momento. Ninguna de las dos sonrió y fue la dulzura en la mirada de la visitante lo que le permitió ver que no era un hombre, sino una joven que si le hubiese dado por sonreír la habría podido enamorar bajo aquel umbral. Las dos se observaron como en ningún documental han reflejado nunca que se han mirado dos animales que no se conocen, lo que les bastó a ambas para saber el papel que tenían cada una en esta historia. Fernand observaba la escena desde un segundo plano, al lado de la ventana. Al otro lado estaba París. El París de Fernand. El de Marie. Y también el de Esther. Un mismo nombre para tres ciudades distintas. Al parecer, una ciudad en la que no cabían los tres.



Esther se marchó en silencio y dejó a los novios en la soledad y la suciedad de una habitación humilde de París. Se marchó dolida, nada más. No escuchó los gritos que se produjeron. No vio cómo el amor que había entre Fernand y Marie se iba convirtiendo en un plato de vísceras que comenzaba a oler mal. No fue testigo de Marie desmoronándose y que, para volver a resurgir, le dijo a Fernand que lo dejaba, que se iba al pueblo a contar la clase de persona que era. También le dijo que no volviera, que no quería verlo por allí. Pero fue Fernand quien no vio más allá. Quien no vio que Marie no tenía más fuerza que él, ni gritaba más que él, ni sus palabras eran de oro ni estaban grabadas a fuego en el Libro de la Ley (ni siquiera tenían la importancia para ser impresas en el taller del señor Fignon). Ninguno de los tres pareció ver nada. Aunque Esther dijo haber estado ahí cuando fue a la policía a contar lo que sabía de la joven que —leyó en el periódico al día siguiente— había sido arrojada desde un cuarto piso. Dijo conocer al presunto asesino. Igual, si la víctima hubiese sido Esther, Marie habría callado, porque el amor de Marie habría protegido a Fernand. Pero no vio eso tampoco Fernand. Parecía que ese día el verdugo ya había comenzado a ponerle la capucha en la cabeza.